Domingo Faustino Sarmiento fue sin dudas el responsable de que en Argentina haya “educación gratuita y obligatoria” para todos. Un prócer polémico pero con un legado incuetionable.

Septiembre no es un mes más en el calendario. Septiembre es el mes donde la primavera comienza a devolverle los colores a la vida que el otoño y el invierno se habían encargado de opacar. Ese mismo día se celebra el día del estudiante, pero 10 días antes, es tal vez la fecha más importante ya que se festeja el “Día del Maestro”. Sí, quienes guían los destinos de una patria cultural, quienes nos hacen pensar, nos ayudan a crecer y sobre todas las cosas, nos permiten poder tomar decisiones con conciencia y convicción. Y ese día tan especial, se eligió en homenaje a quien fue el prócer argentino que más hizo por la educación y es sin dudas “el padre del aula”: Domingo Faustino Sarmiento. Nació en una humilde casa del barrio Carrascal, en San Juan, el 15 de febrero de 1811, hijo de José Clemente Cecilio Quiroga Sarmiento y Paula Zoila Albarracín Irrazábal. Su padre, José Clemente Quiroga Sarmiento y Funes, era un soldado veterano de las guerras por la independencia de Argentina, y su madre, que había perdido muy joven a su propio padre, tuvo incluso que vender su vestuario y enseres para poder costearse una casa propia. El vínculo de Sarmiento con la escuela comenzó a los cinco años cuando asistió a la recién creada Escuela de la Patria, en la que a lo largo de nueve años recibiría su única educación sistemática.

Sin embargo nunca abandonó su formación la que decidió ampliar bajo la guía de los presbíteros José de Oro y Juan Pascual Albarracín, con los que tenía parentesco, y por su propio esfuerzo autodidacta. Tal era su vocación por la educación que en 1826, con solamente quince años, creó su primera escuela en San Luis, en San Francisco del Monte de Oro. Tenía como alumnos a jóvenes de su misma edad e incluso mayores que el maestro; a todos ellos les contagiaría su insaciable curiosidad, su afán de aprender y su pasión por los libros.

Cuando Argentina alcanza su Independencia, en 1816, la lucha entre Unitarios y Federales marcó a fuego lo que sería su ideología política. Enfrentado con los caudillos Federales, a quienes les reclamaba su violento despotismo, Sarmiento decidió hacerse Unitario y comenzó una lucha contra el caudillo Facundo Quiroga a quien con el tiempo dejó retratado en su obra “Facundo”. El triunfo de los Federales obligó a Sarmiento a emigrar a Chile donde no dejó de lado su pasión por enseñar y trabajó como maestro, minero y empleado de comercio. El asesinato de Facundo Quiroga le permitió a Sarmiento, en 1836, regresar a su provincia natal donde fundó una sociedad literaria, un colegio de señoritas y, en 1839, el periódico El Zonda.

Cuatro años después de aquel regreso, una vez más tuvo que mudarse a Chile donde también dejó una huella en la literatura ya que ejerció el periodismo, fue redactor de El Mercurio y El Heraldo Nacional, colaboró en El Nacional y fundó El Progreso. Dentro del amplio registro de temas que abarcó Sarmiento en su labor periodística destacan los de crítica teatral y los costumbristas. Los signos de admiración, las preguntas retóricas, la imprecación, la broma y la sátira eran las marcas estilísticas de la pasión romántica que Sarmiento volcó en sus trabajos, realizados mayormente en forma anónima, aunque varios de sus artículos aparecen firmados con el seudónimo de «Pinganilla», nombre de un mono de circo famoso por entonces en Chile. En ese país también se casó con Benita, viuda de Don Castro y Calvo, y adoptó a su hijo Dominguito.

A la hora de poner en claro su pensamiento literario, Sarmiento tenía una formación en la que destacaba que el pueblo tenía que tener entera soberanía en materia de lengua, y que los gramáticos eran «el partido retrógrado de la sociedad habladora». A partir de esa formación, en 1843, Sarmiento elevó un proyecto de reformas ortográficas, aprobado al año siguiente pese a las acusaciones de «afrancesado» de que fue objeto. Esto le generó varios enfrentamientos con periodistas e intelectuales quienes tenían una visión más conservadora de la lengua.

Su pensamiento político no fue menos polémico. Pensaba que el gran problema de la Argentina era el atraso que él sintetizaba con la frase “civilización y barbarie”. El tenía como concepto que la civilización se identificaba con la ciudad, con lo urbano, lo que estaba en contacto con lo europeo, o sea lo que para ellos era el progreso. La barbarie, por el contrario, era el campo, lo rural, el atraso, el indio y el gaucho. Este dilema, según él, sólo podía resolverse con el triunfo de la “civilización” sobre la “barbarie”. En una carta histórica que le envió a Mitre, él le aconsejaba: “no trate de economizar sangre de gauchos. Este es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre es lo único que tienen de seres humanos esos salvajes”.

Cuando en 1862 Mitre asumió la presidencia del país y tuvo como objetivo terminar con esas guerras y unificar el país, Sarmietno asumió la gobernación de San Juan. Ahí una vez más su gran pasión y su gran legado, la educación, volvería a ser central en su vida ya que dictó una Ley Orgánica de Educación Pública que imponía la enseñanza primaria obligatoria y creaba escuelas para los diferentes niveles de educación, entre ellas una con capacidad para mil alumnos, el Colegio Preparatorio, más tarde llamado Colegio Nacional de San Juan, y la Escuela de Señoritas, destinada a la formación de maestras.

En 1868 y mientras estaba en viaje diplomático en Estados Unidos, se realizaron los comicios que lo consagraron como presidente de La Nació Argentina, cargo que asumiría el 12 de octubre de 1868. Durante su presidencia siguió impulsando la educación fundando en todo el país unas 800 escuelas y los institutos militares: Liceo Naval y Colegio Militar. En su mandato puso especial énfasis en las comunicaciones ya que entendía que la extensión territorial de Argentina requería de un plan y para eso se tendieron 5.000 kilómetros de cables telegráficos y en 1874, poco antes de dejar la presidencia pudo inaugurar la primera línea telegráfica con Europa. Al terminar su presidencia 100.000 niños cursaban la escuela primaria.

Ya fuera de la presidencia asumió el cargo de Director General de Escuelas de la Provincia de Buenos Aires. Luchó siempre por hacer entender que la educación debía ser igual para todos: “Para tener paz en la República Argentina, para que los montoneros no se levanten, para que no haya vagos, es necesario educar al pueblo en la verdadera democracia, enseñarles a todos lo mismo, para que todos sean iguales… para eso necesitamos hacer de toda la república una escuela”, decía. Y esa lucha, que fue muy larga, tuvo su fruto en 1884, cuando logró la sanción de su viejo proyecto de ley de educación gratuita, laica y obligatoria, que llevará el número 1420.

En 1888 se fue a Paraguay, ya casi sordo y muy anciano, y fue en ese país donde murió el 11 de septiembre de ese año. Más allá de su idea política, de sus polémicos pensamientos ideológicos, Sarmiento dejó en el país una huella imborrable y que deberá ser alimentada por siempre para el progreso y desarrollo de las generaciones: la educación igualitaria y en las escuelas.