El próximo 17 de agosto se cumplen 69 años del paso a la inmortalidad del General José de San Martín. Uno de los próceres más respetados y destacados de la historia Argentina que supo sobresalir no solo por sus hazañas en el campo de batalla, sino también porque puede mostrar lo que pocos hombres públicos pueden exhibir: una trayectoria tan limpia en la historia de América. San Martín fue un militar destacado, admirado, que llegó a ser la máxima gloria militar en las batallas más decisivas, pero que nunca se aprovechó de eso y renunció luego con obstinada coherencia a asumir el poder político, conformándose con ganar para los pueblos hispanoamericanos la anhelada libertad por la que luchaban. Dueño de una visión americana de avanzada, sus campañas militares cambiaron el signo de la historia durante el proceso de descolonización acaecido a principios del siglo XIX. A su lucidez estratégica se deben los planteamientos militares que llevarían a la independencia de Chile y de Perú, centro neurálgico del poderío español cuya caída conduciría a la de todo el continente. Si luego dejó en manos menos nobles las extenuantes guerras civiles y partidistas que acabaron por malbaratar los más bellos sueños de los patriotas, fue por esa misma pureza y rectitud de principios.
El General San Martín nació el 25 de febrero de 1778 en Yapeyú. Hijo de Juan de San Martín, teniente gobernador de Corrientes, y de Gregoria Matorras, se crió en el seno de una familia española que no tardó en preferir volver a su país a quedarse en aquellos turbulentos estados coloniales. Sus estudios comenzaron en 1787 cuando con su familia en España, ingresó en el Seminario de Nobles de Madrid, donde aprendió retórica, matemáticas, geografía, ciencias naturales, francés, latín, dibujo y música. Y su exitosa carrera militar la comenzó en 1789 cuando ingresó como cadete en el Regimiento de Murcia. Después de un exitoso paso por la milica española y luego de estallar la revolución emancipadora en América, San Martín, que había mantenido contactos con las logias masónicas que simpatizaban con el movimiento independentista, reorientó su vida hacia la causa emancipadora. Esa convicción y sentido de pertenencia por la patria, lo terminaron convirtiendo, junto con Simón Bolívar, en una de las personalidades más destacadas de la guerra de emancipación americana. Llegó a Buenos Aires en 1812 y si bien no fue recibido con honores, por su paso en el ejército realista, la Junta gubernativa le confirmó en su rango de teniente coronel de caballería y le encomendó la creación del Regimiento de Granaderos a Caballo, al frente del cual obtendría la victoria en el combate de San Lorenzo (3 de febrero de 1813).
Ese mismo año, tan importante en su vida, decidió casarse con doña María Remedios de Escalada el 19 de septiembre, en la catedral porteña. En 1813 renunció a la jefatura del Ejército de Buenos Aires, y en 1814 aceptó sustituir a Manuel Belgrano al frente del Ejército del Alto Perú, maltrecho por sus derrotas. En su brillante análisis político y militar, San Martín estaba convencido que todo los esfuerzos debían direccionarse hacia la liberación de Perú, principal bastión realista en América. Bloqueada la ruta del Alto Perú (la actual Bolivia), empezó a madurar su plan de conquista de Perú desde Chile; con este objetivo obtuvo la gobernación de Cuyo, lo que le permitió establecerse en Mendoza (1814) y preparar desde allí su ofensiva. Durante tres años (1814-1817) y con pobres recursos, San Martín organizó pacientemente el ejército con la ayuda de la población de los Andes; a la empresa se sumó también con celo su esposa, doña Remedios, que entregó sus joyas para aliviar en algo las penurias de los patriotas. Mientras el General planeaba el cruce, en 1816, Remedios le dio su única hija, Merceditas, que sería el bálsamo de San Martín en su solitaria vejez. En 1817 inició la gran campaña que habría de dar un giro nuevo a la guerra, en el momento más difícil para la causa americana, cuando la insurrección estaba vencida en todas partes con excepción de la Argentina. Su objetivo era invadir Chile cruzando la cordillera de los Andes, y su realización, en sólo veinticuatro días, constituiría la mayor hazaña militar americana de todos los tiempos. Superadas las cumbres andinas, el 12 de febrero de 1817 derrotó al ejército realista al mando del general Marcó del Pont en la cuesta de Chacabuco, y el 14 entró en Santiago de Chile. La Asamblea constituida proclamó la independencia del país y le nombró director supremo, cargo que declinó en favor de O’Higgins. Pero San Martín pensaba en grande y por eso quería dar otro golpe en Perú y para eso viajó a Buenos Aires, a buscar apoyo, pero cuando llegó quisieron meterlo en la interna política, lo que rechazó, y regresó a Chile para organizar el desembarco en suelo peruano. En 1820 por fin llegó a Perú donde intentó negociar y como no tuvo éxito ocupó Lima y declaró la independencia. Fue nombrado “protector de Perú”, cargo al que renunció en 1822 apenas dos años antes de la total rendición de las tropas españolas, no solo en Perú sino en todo el continente.
Con semejante hazaña, el General San Martín había decidido retirarse y no mezclarse en la política del país. Su idea era quedarse en Mendoza pero el fallecimiento de su esposa hizo que decidiera partir, en febrero de 1824 rumbo a Europa, acompañado por su hija Merceditas, que en esa época tenía siete años. Residió un tiempo en Gran Bretaña y de allí se trasladó a Bruselas (Bélgica), donde vivió modestamente; su menguada renta apenas le alcanzaba para pagar el colegio de Mercedes. Hacia 1827 se deterioró su salud, resentida por el reumatismo, y su situación económica: las rentas apenas le llegaban para su manutención. Durante esos años en Europa arrastró además una incurable nostalgia de su patria. Quiso volver en 1829 para ayudar a las autoridades argentinas para la guerra contra el Imperio brasileño y mediar en el devastador conflicto entre federalistas y centralistas. Sin embargo, al llegar encontró su patria en tal grado de descomposición por las luchas fraticidas que desistió de su intento, y, pese a los requerimientos de algunos amigos, no puso pie en la añorada costa argentina. Regresó a Bélgica y en 1831 pasó a París, donde residió junto al Sena, en la finca de Grand-Bourg. En 1848 se instaló en su definitiva residencia de Boulogne-sur-Mer (Francia), donde moriría en 1850.